¡Buenas tardes!
La entrada que tenía pensada para hoy voy a tener que reservarla para el domingo sin más remedio. Las cosas se han alargado un poquito más de lo esperado, sorry :)
¡Pero que no cunda el pánico! He estado pensando y se me ha ocurrido algo igualmente bueno para hoy. ¿Y qué es eso que se me ha ocurrido? Aquí lo traigo.
Lo cierto es que llevaba tiempo pensando que, aunque la cabecera del blog tenga motivos de fantasía y que en la descripción haya prometido cosas de ese mismo estilo... ¡de momento no había subido nada que tuviese que ver con la fantasía! (Con la medieval, por lo menos).
Así que hoy, a falta de la entrada que iba a subir (y que subiré el fin de semana), os traigo un fragmento de un relato que escribí hace un tiempo. Fantástico, por supuesto.
Al releerlo he encontrado millón y medio de errores, así que lo he retocado casi entero, pero creo que el resultado final ha quedado muy bien.
Así que nada, espero que os guste y... ¡nos vemos el finde!
¡Feliz semana!
***
El castillo del Caballero de
la Luna Blanca estaba rodeado de hermosas tierras en las que habían numerosos
poblados, fértiles tierras de cultivo y frondosos bosques.
En invierno, todos estas tierras permanecían nevadas. Una fina (y a veces no tan fina) capa de nieve, decoraba las hojas de los árboles, las casas de los poblados y los múltiples caminos. Los
poblados se animaban por las noches y las posadas estaban hasta arriba de gente que cantaba,
bebía y reía con sus compañeros, alrededor de una chimenea de leña. Es en la posada de uno de estos poblados donde
comienza nuestra historia. En una tarde de invierno, allí se encontraba Maese
Belman, tomando una cena de pescado y patatas en una mesa próxima a la
chimenea, saboreando aquel momento ya que no habituaba a salir de su torre.
Mientras degustaba su plato, observaba a la gente de su alrededor y se
contagiaba de su alegría escuchando sus historias, sus chistes y sus risas.
Pero, sin que se lo esperase, mientras saboreaba
un trozo especialmente jugoso del pescado un hombre encapuchado se acercó a su
mesa y, si hacer ningún comentario, depositó sobre ella un voluminoso paquete.
Luego, también sin decir palabra, salió por la puerta de la posada dejando a Maese
Belman atragantándose con el trozo de pescado, en un intento de preguntarle quién
era y qué quería de él. En cuanto consiguió tragarlo, sin ahogarse en el
intento, corrió hacia la puerta por la que se había marchado aquel hombre, pero
ya hacía rato que había desaparecido, así que no le quedó más remedio que
volver a su mesa y preguntarse qué sería lo que contendría aquel paquete.
¿Debería abrirlo allí en medio o esperarse a llegar al castillo? ¿Sería algo
peligroso?
Al tiempo se le acercó el camarero,
un joven delgaducho y avispado a diferencia de su padre, el tabernero, que más
bien parecía un tonel y era más “espeso” a la hora de pensar.
-¿No vas a comer más?- le
preguntó.
Maese Belman descubrió que ya
había pasado un buen rato sin que hubiese probado bocado, pensando en el
dichoso paquete, y el hambre le había desaparecido. De modo que le
indicó con un gesto al camarero que se podía llevar el plato. El problema
estuvo en que lo hizo con tan mala suerte que golpeó el plato, y éste salió
volando por encima de la mesa yendo a parar al suelo donde se rompió en mil
pedazos.
El camarero lo miró con enfado
y le dijo:
-Me parece que va a tener que
pagarlo.
A maese Belman se le cayó el
alma a los pies, se había traído lo justo para pagar la comida y no contaba con
aquel incidente.
-Eh… bueno- comenzó a decir-
La verdad es que yo… bueno, tenía lo justo para pagar la cena.
El camarero levantó la mirada
al cielo, suspirando.
-Mira, vamos a hacer una cosa,
viejo. Si mi padre se enterase de esto te metería una paliza aquí mismo. Pero yo
no soy tan amigo de la violencia, así que vamos a solucionarlo de otra forma,
¿de acuerdo?-
-Sí, sí, por supuesto- dijo Maese Belman rápidamente. No le apetecía que lo cortasen en rodajas y lo
sirviesen en un plato esa noche.
-¡Hermano!- gritó el camarero.
Un niño de unos seis años
apareció de repente, entre los clientes.
-Trae unos paños y un cubo de
agua, de prisa- le dijo, mientras miraba atentamente a Maese Belman, que no
entendió lo que quería decirle hasta que llegó el chiquillo y le puso un cubo
de agua en una mano y un trapo en la otra. En un momento, Maese Belman ya no estaba
cómodamente sentado, sino encogido en el suelo y limpiando el antes sabroso
pescado, ahora sucio y frío, de las tablas del suelo. ¿Por qué no se lo había
terminado? Se lamentaba.
Ahora había vuelto a tener apetito.
Ahora había vuelto a tener apetito.
***
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