¡Feliz lunes!
Hoy os traigo una escena inspirada en el universo de Warhammer 40.000.
Por si acaso alguien no lo conoce, se trata de una historia creada en un futuro en el que la guerra ha asolado la galaxia. Empezó como un juego de mesa de miniaturas, pero ha terminado llegando a los libros y a los videojuegos, además de expandirse a otras categorías de juegos de mesa.
En estas batallas se enfrentan varios ejércitos que representan a varias razas. Están los Marines Espaciales, la Guardia Imperial y las Hermanas de la Batalla representando a los humanos, pero también hay otras razas como los Eldars (Elfos), los Orcos, los Tau, el Caos... y otras muchas más.
Entre las razas hay alianzas, traiciones y un profundo odio, pero ante todo hay guerra. Una guerra asoladora que amenaza con destruir la galaxia.
¡Espero que os guste!
***
El accidente del
Thermogeddon
Los barracones médicos se
llenaron de pacientes tan rápido como éstos se construyeron. La incursión
organizada por los eldars había sido un golpe duro para la nave. Para cuando
saltaron las alarmas, los motores ya se habían reducido a un montón de chatarra
inservible. Lo peor fue cuando intentaron mandar al Capitán del Thermogeddon a
un lugar seguro mediante el sistema de teletransporte mientras la nave se
precipitaba sin remedio contra el planeta, atraído por su campo gravitatorio.
Los eldar lo habían planeado muy
bien. Cuando el capitán de la nave estaba en medio del viaje, los eldar
hicieron explotar los reguladores de presión y los marcadores de vacío. La
máquina falló antes de completar el proceso. En el mejor de los casos, el
capitán estaría en cualquier parte de aquella inmensa galaxia inexplorada hasta
entonces por el Imperio. En el peor de los casos… el hermano Amadeus no quería
pensarlo.
Pocos fueron los que
sobrevivieron al impacto y mucho menos había sobrevivido del equipo de
comunicaciones del Thermogeddon, pero Amadeus mantenía la esperanza de que los
técnicos supervivientes pudiesen repara la señal de auxilio de la nave. Por
desgracia, para ello necesitaban energía y un sistema de señales funcional. Y
en ese momento carecían de ambas cosas. Por si fuese poco, tampoco sabía dónde
habían ido a parar aquellos asquerosos eldar. Con suerte habrían muerto en el
aterrizaje como muchos de sus hombres.
Amadeus, vestido con la armadura
de combate y portando las insignias que lo reconocían como capitán, caminaba
erguido acompañado de sus generales. Era el más joven de los tres, pero no por
ello inexperto en disciplinas como el combate y el liderazgo. Sus hombres lo
saludaban al pasar, a lo que él respondía con un impersonal movimiento de
cabeza. La mayoría eran tropas de la Guardia Imperial. De la centena de
supervivientes casi todos eran hombres de la Guardia y sólo unos pocos
pertenecían a los Corsarios Negros, el Capítulo de los Marines Espaciales a los
que Amadeus había jurado lealtad. Tras su reciente nombramiento como Capitán
después de la desaparición de su predecesor, Amadeus se había dejado la piel en
hacer de aquel terreno alienígena un lugar habitable para los supervivientes
hasta que llegase una nave de rescate. Se había ganado el respeto y la
obediencia absoluta de todos las tropas en un tiempo record. Algo que,
desgraciadamente, no había conseguido con los generales que le acompañaban en
ese momento.
El cielo de aquel planeta era tan
gris como su suelo. Siempre lleno de nubes de azufre que amenazaban con
aproximarse demasiado a la superficie del planeta y matarlos a todos. Incluso
con los sistemas de desinfección y filtrado que poseían los pulmones de todo
Marine Espacial, Amadeus dudaba de que sus hombres sobreviviesen a una
exposición prolongada a esos gases. Y mucho menos de que los hombres de la
Guardia Imperial lo lograsen. El suelo era gris como la ceniza. Había ordenado
a los pocos exploradores de los que disponían que obtuviesen muestras para que
el Bibliotecario, que afortunadamente había sobrevivido, pudiese analizarlas y
decirle qué composición tenían aquellas tierras. Con suerte podrían cultivar
algo en ellas con lo que subsistir hasta que les llegasen noticias del Imperio.
El aire era seco, pero las temperaturas no eran demasiado elevadas. Eso también
era buena señal.
El mejor regalo fue la presencia
de oxígeno en la atmósfera. En concentraciones irregulares a lo largo del
planeta y mezclado con otras sustancias que no podía distinguir sin la ayuda
del Bibliotecario, pero afortunadamente ninguna de ellas parecía letal para los
hombres. De otro modo, ya estarían todos muertos.
En cuanto se hizo un recuento de
los supervivientes, Amadeus ordenó que se construyese un campamento con los
restos que se recogiesen de la nave. La mayoría de la estructura estaba
destruida, pero las piezas que habían quedado desperdigadas por todas partes
todavía podían usarse para construir barricadas para defenderse y camillas para
llevar a los enfermos. Además, muchos de los contenedores blindados que habían
estado en las bodegas todavía seguían sin abrir. Todos los hombres que no
estuviesen montando guardia, por orden del Comandante Hermano de los Corsarios
Negros de los Marines Espaciales, tenían orden de ayudar en los equipos de búsqueda
entre los restos de la nave para encontrar estas cajas. Con suerte, antes de
que llegase la noche, si es que ese evento tenía lugar en aquel planeta,
podrían haber conseguido algunas armas y provisiones.
El campamento estaba formado por
improvisadas tiendas que servían de barracones, respetando una gran superficie
en su centro donde se habían colocado a todos los enfermos y los barracones
médicos. Alrededor del campamento habían colocado placas de metal formando una
improvisada muralla que los separase del inhóspito mundo exterior. El barro y
la suciedad no había tardado en acumularse en el campamento. Amadeus pisó un
charco de combustible y barro de camino al centro del asentamiento. Sus acompañantes
intentaron esquivarlo con mirada de asco. Él no redujo la marcha para
esperarlos.
Por todas partes había hombres
corriendo cargando compañeros heridos. Los soldados se dejaban la espalda para
atender la constante llegada de heridos traídos por los pelotones de
exploradores desde los restos de la nave. Amadeus se fijó en que había un
hombre retorciéndose de dolor entre dos tiendas. Detuvo su marcha y se acercó a
él. No tardó en descubrir la causa de su dolor. Tenía un brazo dislocado. Un
montón de cajas derribadas a su lado le daba una idea de lo que había pasado.
Lo tomó por la cintura sin esfuerzo y lo levantó en peso ante la sorprendida
mirada de sus ancianos acompañantes. Continuó la marcha sin decir nada.
Cuanto más se acercaban al centro
del asentamiento, más charcos de barro y suciedad había. El aire se llenó de un
olor desagradable a infección, terror y muerte. Había heridos por todas partes.
A algunos les faltaban extremidades, otros tenían horribles heridas supurantes,
quemaduras y costras de todos los colores. El suelo de los barracones médicos
estaba lleno de todo tipo de fluidos malolientes. Los servidores corrían de un
lado a otro moviendo sus extremidades mecánicas siguiendo las órdenes de los
médicos. Al fondo, sobre los barracones, se veía el humo negro que salía de los
trozos de nave situados más allá del campamento.
En cuanto lo vieron, todos
dejaron de hacer lo que fuese que estaban haciendo y se pararon a saludar a su
capitán. Amadeus los dispensó con un gesto de cabeza y entregó a un servidor
médico al soldado herido que había traído sobre sus hombros.
El sonido de un cuerno en la
entrada del asentamiento llamó su atención. Eso sólo podía significar que los
exploradores de los Marines Espaciales habían vuelto con noticias. Dispensó a
los generales diciéndoles que se reuniría con ellos en una hora y se encaminó
hacia la entrada.
El cuerpo de exploradores había
perdido a casi todos sus efectivos en el accidente. De ellos sólo había
sobrevivido el Hermano Aetos, que ahora ejercía de jefe de exploradores de los
Marines Espaciales, y otros cuatro hombres, todos miembros de la Guardia
Imperial. Era pocos, pero los suficientes para rastrear el terreno circundante
a la explosión. Al igual que Amadeus, Aetos también había jurado lealtad ante
el Emperador y ante el Código del Capítulo de los Corsarios Negros, miembros
indispensables del ejército de los Marines Espaciales.
Amadeus encontró a Aetos dando
órdenes a dos grupos de hombres que volvían con restos de la nave y con más
heridos. Cuando llegó Amadeus ya corrían a cumplir órdenes.
-Saludos, Capitán-
-Saludos, Hermano Aetos. ¿Traes
noticias del exterior?
-Mis hombres y yo no nos hemos
podido alejar demasiado, señor. Pero ha sido suficiente para hacernos una idea
de nuestra situación. Acabo de enviar hombres con las muestras a analizar para
el Bibliotecario…
-Resume, Aetos. ¿Qué hay ahí
fuera?
-Podría decir que hay dos
noticias importantes, señor. La primera es que hemos encontrado suministros de
agua no muy lejos de aquí que, según los indicadores del analizador, pueden ser
potables si la tratamos antes con una depuradora.
Amadeus enarcó una ceja. Aetos se
continuó hablando.
-Y me han comunicado que han
encontrado varias depuradoras todavía funcionales entre los escombros. Ya he
ordenado a mis hombres que las instalen.
-Me alegro. ¿Y la segunda
noticia?
Aetos se rascó el cuello y se
secó una gota de sudor que le caía por la frente antes de contestar. Mala
señal.
-Será mejor que lo vea usted
mismo, señor.
-Aetos, no tengo tiempo…- comenzó
a decir Amadeus, pero entonces se dio cuenta de que el Hermano Explorador
miraba detrás de él. Un grupo de hombres uniformados con los trajes de la
Guardia Imperial estaban construyendo camillas improvisadas para llevar a los
heridos traídos por los exploradores. Demasiada gente escuchando, eso había
querido decirle Aetos.
-Está bien- dijo finalmente
Amadeus, y siguió a Aetos más allá de los límites del campamento. El camino fue
breve, pero tuvieron que atravesar una zona llena de piedras diez veces más
grandes que un hombre hasta llegar a una colina.
-Justo arriba, señor- le indicó
el Explorador.
Los dos hombres subieron a la
cima y Aetos le cedió sus prismáticos a Amadeus.
-Mire al fondo del valle- le
dijo.
Amadeus buscó lo que Aetos le
indicaba. No le costó encontrarlo. Ante ellos se extendía un inmenso valle de
color ceniza plagado de aquellas piedras gigantes en cuyo centro había una gran
humareda. Ese montón de humo procedía de un montón de hogueras alrededor de las
cuales se agrupaban cientos y cientos de orcos. Un asentamiento de guerreros en
toda regla, a menos de un kilómetro de su campamento de refugiados del accidente.
Y obviamente la explosión de la nave no les habría pasado desapercibida. A
través de los prismáticos, Amadeus vio cómo los pieles verdes se agrupaban en
improvisadas patrullas armadas con armas precarias. No tardarían en avanzar
hacia el campamento. Se acordó de todos los heridos. No estaban preparados para
resistir un ataque de aquella magnitud.
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