domingo, 9 de agosto de 2015

Un bar extranjero

En cuanto Antonio vio entrar por la puerta a aquel hombre, supo que habría problemas. Con un suspiro resignado terminó con la copa que estaba secando y, paño al hombro, avanzó por la barra lo más rápido que pudo mientras trataba de llamar la atención del nuevo cliente.

Pero fue en vano, porque a la vez que el joven abría la puerta para entrar, una chica se disponía a salir del bar y casi se chocan en el camino. El nuevo cliente se disculpó en inglés (claramente era un extranjero), acompañando sus palabras con una sonrisa. La muchacha le sonrió encantada y le respondió también en inglés, pero con ese acento que tiene esta lengua cuando la habla un español poco ejercitado en el tema.

Antonio volvió a intentar llamar la atención del joven para cortar aquella conversación de golpe, pero el daño ya estaba hecho. En cuanto la escueta disculpa en inglés salió de los labios del joven, los ancianos oídos de su jefe y dueño del bar vibraron como los de un adiestrado sabueso. Lentamente y con ayuda de su bastón de madera se levantó de la silla, colocada estratégicamente detrás de la barra, en la que descansaba cuando no había mucha clientela. El anciano de pelo blanco se quedó mirando a los dos jóvenes a través de sus gafas de sol negras  con un gesto de absoluta seriedad. Ajenos a su mirada, los jóvenes siguieron hablando.

Antonio, al ver el panorama, decidió que lo mejor que podía hacer era apartarse lo antes posible y seguir con sus tareas, pero un susurro lo detuvo antes de que pudiese hacer nada.

-Mira que grandísimo capullo, Antonio.

El pobre camarero notó cómo unas gotas de sudor frío comenzaron a caerle por la frente, fruto de la vergüenza que le daba el simple pensamiento de que los clientes escuchasen los comentarios del anciano.

-Es extranjero… ¿no?- fue lo único que consiguió balbucear mientras disimulaba limpiando la barra.

-Sí, míralo, un “cowboy” asqueroso. Mira ese pelo engominado con un ridículo tinte rubio, esas gafas de sol negras totalmente innecesarias en un local cerrado, esas ropas caras de niño rico y ese móvil en la mano que es símbolo de distinción de todo “giri”. Por desgracia, Antonio, las buenas costumbres se pierden y la gente de por aquí ahora no hace más que imitar a esos asquerosos ingleses. ¡Que se queden en su país y no molesten!

Antonio no pudo evitar percatarse de lo cómico de la situación. El anciano jefe del bar también fue un extranjero en su día. Vino de Rusia y montó el bar con todo lo que tenía. Desde entonces, residía en España. Después de tantos años ya se había hecho a los españoles, pero a su vejez había desarrollado un odio incomprensible hacia los extranjeros, especialmente (si no únicamente) hacia los ingleses. El odio era incomprensible porque ningún anglosajón le había dedicado malos tratos ni nada que se le pareciese, sin embargo los odiaba con toda su alma y era incapaz de no hacer comentarios cuando uno de estos individuos entraba por la puerta del bar, para terror de Antonio, que deseaba que la tierra se lo tragase cada vez que esto ocurría.

La voz del anciano lo sacó de nuevo de sus pensamientos.

-Y míralo, hablando en “inglish” con los españoles- dijo ridiculizando la pronunciación de la palabra. -¡Aquí se habla una lengua, y lo mínimo que se puede hacer es respetar eso! Y lo peor es que ella le responde en inglés en vez de mandarlo a la mismísima. ¡La juventud apesta hoy en día!

Antonio, tras varios meses trabajando allí, ya no se daba por aludido pese a sus veinticuatro años de edad. Después de haber escuchado ese comentario unas cien veces sabía que el anciano no se refería a él cuando lo decía.

A todo esto, la chica terminó de hablar con el joven extranjero y, con un animado gesto de despedida, salió por la puerta. El joven le guiño un ojo a lo que ella respondió con una disimulada sonrisa antes de alejarse por la calle.

El anciano, al ver esto, gruñó una sarta de insultos en ruso y volvió a acomodarse en su asiento dejando que Antonio fuese el que se encargase de atender al joven.

El chico se acercó a la barra y saludó cordialmente a Antonio, que le devolvió un gesto amistoso pero prefirió no dirigirse a él en inglés por su propio bien. Cuando le fue a preguntar (en el más claro español posible) qué era lo que quería, el chico hizo algo que sorprendió a ambos.

Se quitó las gafas de sol y se dirigió al anciano, diciendo:

-Perdone, ¿qué es lo que ha dicho? Me ha parecido oírle hablar en ruso.

Eso lo dijo en un chapucero español de indudable marca extranjera. Sin embargo, a Antonio le sorprendió que no era el típico español-inglés americano, sino que estaba mezclado con otro acento. Un acento de otra lengua al que estaba familiarizado.

Asombrado, se giró hacia el anciano que miraba directamente al chico, sin gafas de sol por medio. Sus ancianos y sabios ojos estaban sorprendidos ante lo que veía. El pelo rubio supuestamente tintado no era tal y detrás de las gafas de sol se escondían unos ojos azules que ahora le devolvían la atenta mirada.

-Efectivamente, era ruso. Pero, ¿cómo sabes eso?- le respondió el anciano.

-Porque yo también lo soy- dijo el joven en una lengua que Antonio no entendió, pero que al anciano le arrancó una sonrisa.


***

¡Espero que os haya gustado la entrada de hoy! Es una pequeña (pero a su vez profunda, creo yo) historia que da para reflexionar. Los prejuicios y el racismo son cosas absurdas, que se basan únicamente en el miedo a lo que simplemente nos resulta extraño o desconocido. Pero eso es otro tema que da para un post entero, y prefiero reservarlo para más adelante.

Bueno, pues eso ha sido todo por hoy. Espero que paséis un domingo genial y ¡nos vemos otra vez la semana que viene! :D







No hay comentarios:

Publicar un comentario