miércoles, 31 de agosto de 2016

30 escenas - 9

¡Feliz miércoles!
La escena de hoy también viene inspirada por un juego. En este caso, por un videojuego: Bloddborne.
En Bloodborne el jugador encarna a un cazador, un hombre que está obligado a luchar contra los monstruos que salen de una pesadilla que ha asolado la antigua ciudad de Yharnam y que está terminando con la vida y la cordura de sus habitantes.
No he jugado nunca al juego, pero últimamente he escuchado hablar mucho de él y me he inspirado en las húmedas calles de Yharnam y en la historia del cazador para escribir la escena de hoy.
¡Espero que os guste!

***
La salvación del Padre Mattia
La lluvia golpeaba con fuerza las vidrieras que decoraban las ventanas de la iglesia. Excepto por el sonido del agua en los cristales y el de las goteras, la estancia estaba en completo silencio. En el altar todavía estaban los objetos utilizados en la última ceremonia, mucho tiempo atrás. Entonces aquella iglesia era un lugar concurrido. Apenas se cabía durante las ceremonias. Pero eso era antes.
Ahora en la sala sólo había un hombre. La figura se acercó al altar. Había objetos por todas partes. Candelabros, cruces, cálices y bandejas. Algunas seguían sobre la mesa, pero la mayoría estaban desperdigadas por el suelo. Muchas estaban hechas añicos. El mantel blanco que antes cubría la mesa estaba medio caído y rasgado por un extremo. Del libro sagrado no quedaban más que despojos. El hombre examinó la tela. No le gustó nada la forma que tenían los rotos.

“El Padre Mattia es un enviado del cielo” decían todos en los tiempos previos a la enfermedad. Una sociedad puritana y profundamente creyente como Yharnam agradecía tener un párroco comprensivo que los escuchase y que compartiese sus preocupaciones. La ciudad había necesitado a un buen hombre que velase por ellos, y eso era lo que les había dado Mattia. Su consultorio había estado siempre abierto para todo aquel que lo necesitase, fuese la hora que fuese. Hasta la escéptica guardia lo consideraba más leal a Yharnam que ellos mismos.
Una corriente de aire le trajo un desagradable olor de detrás del altar. El hombre se llevó la mano al cinturón y desenvainó una espada de plata. Su largo abrigo negro se movió con el viento que se colaba por la puerta de la iglesia. La lluvia estaba empapando el suelo de la entrada. Ocultando su rostro bajo un sombrero de ala ancha, el cazador rodeó la mesa lentamente, como un cuervo volando en círculos alrededor de una presa.

Las tenues luces de la capilla iluminaron lo que se ocultaba detrás del altar. Los músculos del cazador se relajaron. Era una toga. La toga blanca del Padre Mattia, manchada del color carmín de la sangre. Después de la enfermedad, esa iglesia había ocultado actos atroces. Ya no quedaba sitio para los antiguos dioses. Allí dentro sólo había oscuridad. La tormenta seguía golpeando los cristales. El cazador se colocó el sombrero y se dirigió a la salida. Había terminado su trabajo allí dentro.
La lluvia lo recibió con su gélido abrazo. Desde la puerta de la iglesia se podía ver el reloj de la torre. Quedaban cinco minutos para media noche. Algo se movió dentro de la iglesia. El cazador intentó detectar el origen del ruido pero allí sólo quedaba oscuridad y silencio.
Echó a caminar sin mirar atrás. El Padre Mattia siempre era puntual en su oración de media noche. Al dirigirse hacia la plaza pasó al lado de un cadáver que intentó agarrarlo de la capa. Al menos mientras todavía tenía los brazos. Con un gemido, el muerto cayó al suelo. El cazador no perdió tiempo en rematarlo. Mientras volvía a enfundar la espada, desapareció en la oscuridad de las calles.

En la plaza no había más que muertos que se calentaban junto a las hogueras. No hablaban, no se movían, simplemente permanecían estáticos. Tal vez esperando que por fin llegase un cazador a terminar con su existencia. Todavía tendrían que esperar para eso. El cazador los observaba desde uno de los tejados. Había llegado justo a tiempo. El reloj empezó a dar las campanadas de media noche.
Por cada campanada, uno de los muertos caía decapitado. Una ola de oscuridad invadió la plaza. Las sombras correteaban por el suelo como cucarachas, devorándolo todo. Las luces se apagaron, hasta las bombillas de las escasas farolas que seguían funcionando reventaban a su paso. Los hombres que protegían las hogueras cayeron entre gritos. Los zarcillos de oscuridad se agruparon en el centro de la plaza. Formado por aquella amalgama oscura, una figura comenzó a alzarse entre las sombras.
El cazador había escuchado los cuentos. Cuentos de un señor del bosque, un monstruoso ciervo que devoraba a aquellos que intentasen dañar la naturaleza. Aquel ser parecía sacado de uno de esos cuentos. Cabeza de lobo, cuernos de alce retorcidos como las ancianas ramas de un árbol sacado de lo más profundo del bosque de Yharnam, garras de oso y un poderoso brazo de titán. Su piel podrida estaba cubierta de pelo mojado y maloliente como ocurría con todas las bestias. Pero pese a su deforme figura todavía conservaba restos de la sotana.
El Padre Mattia rugió a la luna de sangre antes de clavar sus ojos rojos e hinchados sobre el cazador. Hubo un tiempo en que la ciudad necesitaba un buen hombre que la protegiese, y Mattia le dio exactamente eso. Ahora Yharnam no necesitaba buenos hombres. Todos estaban muertos. Ahora Yharnam aullaba por las noches, gemía en la oscuridad buscando monstruos para engordar la eterna pesadilla de la que ninguno podía despertar. Y eso era lo que Mattia, siempre fiel a Yharnam, le había dado a su ciudad.

El cazador atacó primero. Las siete balas de plata impactaron en el poderoso brazo de la bestia arrancándole un rugido. Antes de que pudiese darse cuenta, el cazador ya había bajado del tejado y corría hacia él armado con la espada. El monstruo rugió y le golpeó con sus garras. La batalla continuó entre rugidos, golpes y gritos de dolor salpicados con la sangre de ambos combatientes. La lluvia limpiaba la sangre de sus heridas y la hacía correr por los adoquines de la calle. Los rayos iluminaban el rostro del hombre maldito y los cuernos de la bestia.

Como todas las noches desde hace mucho, mucho tiempo, el Padre Mattia y el cazador se enfrentaron en un cruel combate del que sólo uno podía salir vencedor. A su alrededor los espíritus de los muertos observaban en silencio. Sus ojos vacíos y sus mandíbulas caídas no desvelaban ningún sentimiento, pero en el fondo estaban rezando como el Padre Mattia les había enseñado a hacer hace demasiado tiempo como para recordar.

Rezaban por el alma del Padre. Rezaban por el alma del cazador. Rezaban porque algún día él los liberarse de su maldición. Porque, algún día, el cazador les diese la salvación que el Padre Mattia ya no podía darles.

Rezaban porque, tal vez así, por fin podrían morir en paz.

***
Un poco siniestro, sí. Al estilo de Bloodborne.
Espero que os haya gustado y nos vemos el viernes con otra entrada (de un estilo bastante diferente a ésta).
¡Feliz semana!


lunes, 29 de agosto de 2016

30 escenas - 8

¡Feliz lunes!
Hoy os traigo una escena inspirada en el universo de Warhammer  40.000. 
Por si acaso alguien no lo conoce, se trata de una historia creada en un futuro en el que la guerra ha asolado la galaxia. Empezó como un juego de mesa de miniaturas, pero ha terminado llegando a los libros y a los videojuegos, además de expandirse a otras categorías de juegos de mesa.
En estas batallas se enfrentan varios ejércitos que representan a varias razas. Están los Marines Espaciales, la Guardia Imperial y las Hermanas de la Batalla representando a los humanos, pero también hay otras razas como los Eldars (Elfos), los Orcos, los Tau, el Caos... y otras muchas más.
Entre las razas hay alianzas, traiciones y un profundo odio, pero ante todo hay guerra. Una guerra asoladora que amenaza con destruir la galaxia.
¡Espero que os guste!

***

El accidente del Thermogeddon
Los barracones médicos se llenaron de pacientes tan rápido como éstos se construyeron. La incursión organizada por los eldars había sido un golpe duro para la nave. Para cuando saltaron las alarmas, los motores ya se habían reducido a un montón de chatarra inservible. Lo peor fue cuando intentaron mandar al Capitán del Thermogeddon a un lugar seguro mediante el sistema de teletransporte mientras la nave se precipitaba sin remedio contra el planeta, atraído por su campo gravitatorio.
Los eldar lo habían planeado muy bien. Cuando el capitán de la nave estaba en medio del viaje, los eldar hicieron explotar los reguladores de presión y los marcadores de vacío. La máquina falló antes de completar el proceso. En el mejor de los casos, el capitán estaría en cualquier parte de aquella inmensa galaxia inexplorada hasta entonces por el Imperio. En el peor de los casos… el hermano Amadeus no quería pensarlo.
Pocos fueron los que sobrevivieron al impacto y mucho menos había sobrevivido del equipo de comunicaciones del Thermogeddon, pero Amadeus mantenía la esperanza de que los técnicos supervivientes pudiesen repara la señal de auxilio de la nave. Por desgracia, para ello necesitaban energía y un sistema de señales funcional. Y en ese momento carecían de ambas cosas. Por si fuese poco, tampoco sabía dónde habían ido a parar aquellos asquerosos eldar. Con suerte habrían muerto en el aterrizaje como muchos de sus hombres.

Amadeus, vestido con la armadura de combate y portando las insignias que lo reconocían como capitán, caminaba erguido acompañado de sus generales. Era el más joven de los tres, pero no por ello inexperto en disciplinas como el combate y el liderazgo. Sus hombres lo saludaban al pasar, a lo que él respondía con un impersonal movimiento de cabeza. La mayoría eran tropas de la Guardia Imperial. De la centena de supervivientes casi todos eran hombres de la Guardia y sólo unos pocos pertenecían a los Corsarios Negros, el Capítulo de los Marines Espaciales a los que Amadeus había jurado lealtad. Tras su reciente nombramiento como Capitán después de la desaparición de su predecesor, Amadeus se había dejado la piel en hacer de aquel terreno alienígena un lugar habitable para los supervivientes hasta que llegase una nave de rescate. Se había ganado el respeto y la obediencia absoluta de todos las tropas en un tiempo record. Algo que, desgraciadamente, no había conseguido con los generales que le acompañaban en ese momento.
El cielo de aquel planeta era tan gris como su suelo. Siempre lleno de nubes de azufre que amenazaban con aproximarse demasiado a la superficie del planeta y matarlos a todos. Incluso con los sistemas de desinfección y filtrado que poseían los pulmones de todo Marine Espacial, Amadeus dudaba de que sus hombres sobreviviesen a una exposición prolongada a esos gases. Y mucho menos de que los hombres de la Guardia Imperial lo lograsen. El suelo era gris como la ceniza. Había ordenado a los pocos exploradores de los que disponían que obtuviesen muestras para que el Bibliotecario, que afortunadamente había sobrevivido, pudiese analizarlas y decirle qué composición tenían aquellas tierras. Con suerte podrían cultivar algo en ellas con lo que subsistir hasta que les llegasen noticias del Imperio. El aire era seco, pero las temperaturas no eran demasiado elevadas. Eso también era buena señal.
El mejor regalo fue la presencia de oxígeno en la atmósfera. En concentraciones irregulares a lo largo del planeta y mezclado con otras sustancias que no podía distinguir sin la ayuda del Bibliotecario, pero afortunadamente ninguna de ellas parecía letal para los hombres. De otro modo, ya estarían todos muertos.
En cuanto se hizo un recuento de los supervivientes, Amadeus ordenó que se construyese un campamento con los restos que se recogiesen de la nave. La mayoría de la estructura estaba destruida, pero las piezas que habían quedado desperdigadas por todas partes todavía podían usarse para construir barricadas para defenderse y camillas para llevar a los enfermos. Además, muchos de los contenedores blindados que habían estado en las bodegas todavía seguían sin abrir. Todos los hombres que no estuviesen montando guardia, por orden del Comandante Hermano de los Corsarios Negros de los Marines Espaciales, tenían orden de ayudar en los equipos de búsqueda entre los restos de la nave para encontrar estas cajas. Con suerte, antes de que llegase la noche, si es que ese evento tenía lugar en aquel planeta, podrían haber conseguido algunas armas y provisiones.
El campamento estaba formado por improvisadas tiendas que servían de barracones, respetando una gran superficie en su centro donde se habían colocado a todos los enfermos y los barracones médicos. Alrededor del campamento habían colocado placas de metal formando una improvisada muralla que los separase del inhóspito mundo exterior. El barro y la suciedad no había tardado en acumularse en el campamento. Amadeus pisó un charco de combustible y barro de camino al centro del asentamiento. Sus acompañantes intentaron esquivarlo con mirada de asco. Él no redujo la marcha para esperarlos.

Por todas partes había hombres corriendo cargando compañeros heridos. Los soldados se dejaban la espalda para atender la constante llegada de heridos traídos por los pelotones de exploradores desde los restos de la nave. Amadeus se fijó en que había un hombre retorciéndose de dolor entre dos tiendas. Detuvo su marcha y se acercó a él. No tardó en descubrir la causa de su dolor. Tenía un brazo dislocado. Un montón de cajas derribadas a su lado le daba una idea de lo que había pasado. Lo tomó por la cintura sin esfuerzo y lo levantó en peso ante la sorprendida mirada de sus ancianos acompañantes. Continuó la marcha sin decir nada.
Cuanto más se acercaban al centro del asentamiento, más charcos de barro y suciedad había. El aire se llenó de un olor desagradable a infección, terror y muerte. Había heridos por todas partes. A algunos les faltaban extremidades, otros tenían horribles heridas supurantes, quemaduras y costras de todos los colores. El suelo de los barracones médicos estaba lleno de todo tipo de fluidos malolientes. Los servidores corrían de un lado a otro moviendo sus extremidades mecánicas siguiendo las órdenes de los médicos. Al fondo, sobre los barracones, se veía el humo negro que salía de los trozos de nave situados más allá del campamento.
En cuanto lo vieron, todos dejaron de hacer lo que fuese que estaban haciendo y se pararon a saludar a su capitán. Amadeus los dispensó con un gesto de cabeza y entregó a un servidor médico al soldado herido que había traído sobre sus hombros.
El sonido de un cuerno en la entrada del asentamiento llamó su atención. Eso sólo podía significar que los exploradores de los Marines Espaciales habían vuelto con noticias. Dispensó a los generales diciéndoles que se reuniría con ellos en una hora y se encaminó hacia la entrada.
El cuerpo de exploradores había perdido a casi todos sus efectivos en el accidente. De ellos sólo había sobrevivido el Hermano Aetos, que ahora ejercía de jefe de exploradores de los Marines Espaciales, y otros cuatro hombres, todos miembros de la Guardia Imperial. Era pocos, pero los suficientes para rastrear el terreno circundante a la explosión. Al igual que Amadeus, Aetos también había jurado lealtad ante el Emperador y ante el Código del Capítulo de los Corsarios Negros, miembros indispensables del ejército de los Marines Espaciales.
Amadeus encontró a Aetos dando órdenes a dos grupos de hombres que volvían con restos de la nave y con más heridos. Cuando llegó Amadeus ya corrían a cumplir órdenes.

-Saludos, Capitán-
-Saludos, Hermano Aetos. ¿Traes noticias del exterior?
-Mis hombres y yo no nos hemos podido alejar demasiado, señor. Pero ha sido suficiente para hacernos una idea de nuestra situación. Acabo de enviar hombres con las muestras a analizar para el Bibliotecario…
-Resume, Aetos. ¿Qué hay ahí fuera?
-Podría decir que hay dos noticias importantes, señor. La primera es que hemos encontrado suministros de agua no muy lejos de aquí que, según los indicadores del analizador, pueden ser potables si la tratamos antes con una depuradora.
Amadeus enarcó una ceja. Aetos se continuó hablando.
-Y me han comunicado que han encontrado varias depuradoras todavía funcionales entre los escombros. Ya he ordenado a mis hombres que las instalen.
-Me alegro. ¿Y la segunda noticia?
Aetos se rascó el cuello y se secó una gota de sudor que le caía por la frente antes de contestar. Mala señal.
-Será mejor que lo vea usted mismo, señor.
-Aetos, no tengo tiempo…- comenzó a decir Amadeus, pero entonces se dio cuenta de que el Hermano Explorador miraba detrás de él. Un grupo de hombres uniformados con los trajes de la Guardia Imperial estaban construyendo camillas improvisadas para llevar a los heridos traídos por los exploradores. Demasiada gente escuchando, eso había querido decirle Aetos.
-Está bien- dijo finalmente Amadeus, y siguió a Aetos más allá de los límites del campamento. El camino fue breve, pero tuvieron que atravesar una zona llena de piedras diez veces más grandes que un hombre hasta llegar a una colina.
-Justo arriba, señor- le indicó el Explorador.
Los dos hombres subieron a la cima y Aetos le cedió sus prismáticos a Amadeus.
-Mire al fondo del valle- le dijo.

Amadeus buscó lo que Aetos le indicaba. No le costó encontrarlo. Ante ellos se extendía un inmenso valle de color ceniza plagado de aquellas piedras gigantes en cuyo centro había una gran humareda. Ese montón de humo procedía de un montón de hogueras alrededor de las cuales se agrupaban cientos y cientos de orcos. Un asentamiento de guerreros en toda regla, a menos de un kilómetro de su campamento de refugiados del accidente. Y obviamente la explosión de la nave no les habría pasado desapercibida. A través de los prismáticos, Amadeus vio cómo los pieles verdes se agrupaban en improvisadas patrullas armadas con armas precarias. No tardarían en avanzar hacia el campamento. Se acordó de todos los heridos. No estaban preparados para resistir un ataque de aquella magnitud.

-Mierda- fue todo lo que dijo.

***

Espero que os haya gustado.
Tal vez retome en algún momento las aventuras del Hermano Capitán Amadeus, perteneciente al Capítulo de Los Corsarios Negros de los Marines Espaciales.
¡Feliz semana! ¡Por el Emperador! ;)

Fotos obtenidas de Pinterest

viernes, 26 de agosto de 2016

30 escenas - 7

¡Hola  a todos!
En esta mañana de viernes os traigo una entrada muy especial. Igual que la escena anterior estaba inspirada en una canción, esta está inspirada en una película. Entended que inspirada no es lo mismo que basada en ;)
Y es que el otro día vi una película de Disney detrás de la que llevaba mucho tiempo. Se trata de Brave, una película que narra la historia de una princesa que se revela contra las costumbres impuestas y que no quiere casarse cuando lo dictan los códigos. Pero lo más importante de la película no es tanto eso como la relación que la protagonista guarda con su madre, que representa la autoridad dentro del castillo. Dos personalidades muy dispares que deben convivir como madre e hija y que tendrán que habituarse la una a la otra antes de que un antiguo mal destruya por completo sus vidas.
Es obvio que la película me gustó muchísimo. Ya he dicho varias veces que los paisajes y la música medieval me encanta, así que esta película inspiró la escena que protagoniza esta entrada.
¡Espero que os guste!

***

La labor del druida
La cabaña del druida era un lugar lleno de secretos. Para muchos estaba prohibido el acceso y para otros se reducía a ocasiones tan especiales como esporádicas. Pero, para todos sin excepción, era inaccesible sin el consentimiento del sabio druida.
El reino cambiaba con los años. Un rey sucedía a otro, las princesas se casaban para convertirse en reinas y luego envejecer y caer en el olvido junto con sus maridos. Los príncipes luchaban entre sí por suceder al rey y, cuando uno de ellos se hacía con el poder, el resto tenía que decidir entre huir o hacer las paces con el que ahora era iba a ser su señor. Como una colonia de hormigas, el reino crecía y expandía sus límites. Tuvo dirigentes nobles y justos, también tuvo monarcas cobardes y mentirosos, pero fueron los menos. Las reinas fueron sabias y hermosas. Los príncipes y princesas siguieron el ejemplo de sus padres en la mayoría de las ocasiones y, obviando alguna que otra revuelta y algunas malas cosechas, se podría decir que el reino y todos los que vivían en él eran felices y afortunados.
Mientras el reino crecía y crecía, la vida del bosque se mantenía como al principio de los tiempos. Los hombres respetaban la naturaleza y la naturaleza los respetaba a ellos. Y, cada año, el monarca se dirigía al corazón del mismo bosque para encontrarse a solas con el druida y tener largas e interesantes charlas sobre el curso de la vida y del mundo.
Y es que aunque la vida corriese en su constante frenesí alrededor de la casa de aquel anciano druida, no lo hacía para él. El druida había vivido en esas tierras desde que el mundo era mundo, mucho antes de que el primer rey se instalase en ellas. Y por eso las conocía mejor que nadie. Había quienes aseguraban que el anciano se comunicaba con la naturaleza y que ésta contestaba sus preguntas y velaba por su seguridad y por la del reino. Por eso el rey iba todos los años a hablar con él. Decían que el druida le contaba cómo se iba a presentar el año siguiente y le aconsejaba en sus decisiones. El resto del tiempo, el druida permanecía en el bosque a solas, y nadie, ni siquiera el rey, sabía bien a qué se dedicaba.
Había quienes decía que raptaba a los niños que se portaban mal, arrebatándoselos a sus madres sin atender a sus llantos, otros decían que reclutaba un ejército de animales salvajes con el que amenazaba al rey durante las reuniones y que el monarca temía que un día decidiese atacar las ciudades colindantes al bosque, por eso iba a verlo una vez al año. Pero los más ancianos, también los más sabios, aseguraban que el druida era alguien de corazón noble y puro. Alguien que ponía el bienestar del reino y de sus habitantes por delante del suyo propio. Decían que no dormía por las noches, que no descansaba por los días y que no celebraba las fiestas de mediado y fin de año con nadie más que con los animales del bosque. Dedicaba su vida eterna a velar por todos ellos y, por eso, el rey le estaba eternamente agradecido.
En realidad, por mucho que se hablase, en el fondo nadie sabía a ciencia cierta a qué se dedicaba aquel anciano que habitaba el bosque. Pero si pudiesen ver su cabaña no les quedaría el menos resquicio de duda de quién decía la verdad y quién mentía.
La cabaña del druida estaba construida aprovechando las gruesas raíces de un árbol milenario que llevaba en aquel bosque mucho más que él y, por supuesto, que el reino. Igual que el pueblo lo respetaba a él por su conocimiento, él respetaba aquellos árboles por el suyo. Habían visto todavía más vida que él y, por tanto, sabían más de ésta que él mismo.
Toda clase de musgos y de hierbas tapizaban las paredes de su cabaña construida con piedras y maderas de una época muy lejana. Sólo tenía una puerta, de madera también, llena de misteriosos y hermosos símbolos que sólo él entendía. A ambos lados y en sorprendente simetría había dos pequeñas ventanas cubiertas únicamente por una cortina que permanecía descorrida por el día y por la noche hasta que la luz de la cabaña se apagaba.
Pero el verdadero espectáculo se encontraba dentro de la cabaña. El suelo estaba hecho de piedra y, al contrario que ocurría en el exterior, la hierba no cubría la gruesa madera de las paredes. Un fuego en el centro de la sala alumbraba la estancia con cálidos resplandores anaranjados.
Las sombras producidas por el fuego jugaban a esconderse entre los objetos que poblaban las estanterías. Frascos, urnas, cofrecillos, sacos y bidones con todo tipo de contenido se podían encontrar en cada esquina, en cada rincón y en definitiva, allá donde tus ojos se posasen dentro de aquella estancia. Hierbas, especias, curiosas conchas, esqueletos de animales hace tiempo extinguidos, aguas de todos los rincones del mundo, caparazones de insectos salidos de los cuentos y leyendas que las ancianas contaban a los niños… en definitiva, toda clase de objetos salidos aparentemente de exóticos mundos de fantasía, aunque el druida no había tenido que buscar en ningún cuento para encontrarlos. Todas estas cosas y muchas más ocupaban cada metro cuadrado de la cabaña guardando un meticuloso orden que sólo el propio druida podía entender. Entrar en aquel sitio era como echar una mirada al mundo, ver las diferentes culturas, oler los olores de todas las plantas, disfrutar del sabor de las más curiosas especias sin tener que llegar a probarlas, ver a todos los dioses reunidos bajo un mismo techo, a todos los animales y a todas las gentes.
Era como ver un pedazo de Vida en su estado más puro.
Esa cabaña no podía pertenecer a alguien de corazón oscuro. Pero, pese a ver todas aquellas maravillas, puede que todavía quedase por responder a la pregunta que muchos se hacían. ¿A qué se dedicaba el druida durante todo el año?
En ese momento el anciano estaba meditando junto al fuego mientras disfrutaba del olor de unas plantas que se estaban mezclando con otros ingredientes en una cazuela. Justo en ese instante notó algo. Una llamada, a kilómetros de allí. En otro reino. Algunos que desconocían los caminos y la inmensidad del planeta dirían que esa llamada venía de otro mundo. El anciano se levantó y salió de la cabaña ayudado de su bastón cubierto de runas.
El sol de la tarde se colaba entre las hojas de los árboles iluminando la escena. Quién sabe qué notaría. Un olor, una llamada, un extraño ruido o una perturbación en la naturaleza… en definitiva, una llamada más allá de los límites del reino.
Puede que ni él lo supiese. Tampoco le importaba. En algún lejano lugar, alguien necesitaba su ayuda.

Y, sin dudarlo, llamó a la naturaleza. Al viento de las montañas, a los susurros del bosque, a las corrientes del cielo que los pájaros usaban para volar y al viento del desierto. Y, mezclado con los vientos, desapareció para fundirse con la naturaleza y comenzar otro de sus viajes más allá de las praderas, de las ciudades y de los pueblos, de las montañas, del mar y quién sabe si más allá del cielo y las estrellas.

***

¡Nos vemos la semana que viene! ;)

Fotos obtenidas de Pinterest

miércoles, 24 de agosto de 2016

30 escenas - 6

¡Buenos días!
Hoy os traigo una escena inspirada por una canción que estuve escuchando la semana pasada. Se trata de "Welcome to The Black Parade" del grupo My Chemical Romance.
La canción me encantó desde la primera vez que la escuché. Si tuviese que definirla, la definiría como una canción "diferente". De hecho, todo el CD (que, por cierto también se llama "The Black Parade") se podría definir igual. Y es que el grupo tuvo una idea muy buena: usa el disco para contar una historia. 
Cada canción es como un capítulo de un libro. Así que, si escuchas la letra, cuando terminas de oír las canciones (en orden), además de la música también has escuchado una historia desde principio a fin.
Después de escribir esta escena estuve unos días buscando información sobre el grupo y, en especial, sobre este CD que tanto me había llamado la atención. En mi búsqueda encontré varias versiones de la misma historia (que es bastante triste, todo sea dicho), así que eso le añade más interés al asunto. Además de ser una historia interesante, deja una libre interpretación al que la escucha. Incluso se le puede encontrar un mensaje de superación muy interesante.
El caso es que la idea me gustó tanto que no dudé en subir la escena al blog.

Como ya habréis podido deducir, esta escena NO TIENE ABSOLUTAMENTE NADA QUE VER CON LA HISTORIA QUE NOS CUENTA EL CD. Como ya he dicho, la escribí antes de enterarme de ésta.

A lo mejor dedico una entrada a parte para narrar la historia del CD, pero como ese no es el propósito de esta entrada, ya me callo y vamos a empezar con la escena.
¡Espero que os guste!

***

El gran desfile
Las luces de los fuegos artificiales iluminaban el cielo al ritmo de la marcha marcada por los tambores. Los soldados avanzaban con sus fusiles al ritmo que les marcaba el capitán. La orquesta hacía temblar las calles con el poderoso himno y las bailarinas animaban el desfile con una amplia variedad de piruetas. Los músicos golpeaban con fuerza sus tambores, hacían cantar a los trombones y trompetas, rasgaban las cuerdas de sus violines y hacían vibrar los platillos. La gente permanecía pegada a las barreras que los separaban del desfile gritando de júbilo. Niños, jóvenes, ancianos. Madres, padres, hijos, abuelos… nadie había faltado esa noche. Toda la ciudad había salido a la calle para ver el desfile de Año Nuevo.
“Por el comienzo de un año mejor para todos” decían los estandartes. O eso le dijo su padre, porque cuando él vio el desfile era demasiado pequeño como para poder ver por encima de las barricadas y mucho menos por encima de la alocada multitud. Hasta el sonido de los fuegos artificiales le ponía un poco nervioso.
Pero su padre, como siempre, había estado allí para ayudarle. Lo aupó sobre sus hombros y buscó un buen sitio para que él pudiese ver la marcha. Entonces toda la angustia se le pasó. Por primera vez, notó que dejaba de ser uno. Fue como salir de sí mismo y transformarse en algo más grande. La multitud, su padre, los soldados… todos fueron uno sólo por momento. No había visto nada tan hermoso desde entonces. Los fuegos artificiales, la música, los uniformes de los soldados y los coordinados movimientos de las animadoras hacían del desfile una auténtica obra de arte. Esa noche vibró con la música, notó cómo la luz de los hermosos fuegos artificiales llegaba a iluminar su corazón y retuvo en lo más profundo de su memoria el sonido de las botas al marchar. Delante de él estaban caminando los héroes del país. Y él estaba allí para poder verlo.
Su padre siempre le había hablado de esos héroes, pero esa noche él lo escuchó con verdadero interés. Su padre le explicó mil aventuras de cuando él también perteneció al ejército antes de recibir la herida que lo incapacitó y le habló de la ética y de la moral. Esa noche le habló de héroes y de villanos, de pactos y de honor. De hombres fieles y de traidores. De los fuertes, de los débiles y de responsabilidad. Todavía los ojos le brillaban cuando recordaba aquella noche que marcó su destino.
Esa noche hizo el solemne juramento de unirse al ejército cuando fuese mayor. Él también quería luchar por ayudar al débil, por proteger al necesitado y por ayudar al indefenso. Daría su vida por los demás como había hecho su padre y perseguiría a los injustos para darles su merecido castigo. Y, un día, su padre lo vería transformado en uno de esos héroes. Él también organizaría un desfile para que él lo viese.
Fue una pena que pocos meses después su padre muriese a causa de la misma herida que le obligó a retirarse. Nunca lo vio entrenar. Nunca lo llegó a ver transformarse en soldado. Nunca lo vio desfilar.
Ya habían pasado muchos años, pero todavía lo sentía. Ojalá pudiese verle esa noche. Estaría orgulloso de él.
Todavía recordaba las luces, los colores y la música de aquel desfile. Si se concentraba, podía ver todavía los soldados desfilar por las calles, pero sabía que no eran más que espectros que desaparecerían con la luz del sol. Desde la altura a la que se encontraba, todos los colores se entremezclaban en una curiosa vorágine de color y recuerdos borrosos. Ahora las calles estaban desiertas, casi abandonadas. Nadie se atrevía ya a salir por las noches después del toque de queda. Hace no mucho tiempo, esa zona de la ciudad era un lugar de diversión por la noche. Ahora lo mejor que te podía pasar es que te robasen.
Una llamada por el comunicador le hizo volver a la realidad. Era Cloe.
-Lo han perdido, estate atento. El escuadrón Delta dice que va hacia tu posición. No podemos dejarle escapar otra vez.
Esos policías hacían lo que podían para detener la oleada de crimen que asolaba la ciudad. Pero no era suficiente. Su organización en escuadrones de nombres variopintos no servía cuando la amenaza era tan escurridiza. Delta, Charlie, Bravo… muchos se habían desmantelado ya. La policía necesitaba otra organización y nuevos líderes. Cuando los afectados por las mutaciones empezaron habitar las calles a las bandas se les ocurrió que tenerlos entre sus filas sería una buena idea. Ahora no sólo tenían que enfrentarse con matones de poca monta, sino también con aumentados que vestían sus colores. Pero los peores no eran los pandilleros, eran a los que llamaban Solitarios. El apodo les venía a la perfección. Lobos solitarios, personas transformadas en criaturas horribles, incapaces de vivir en sociedad y de comportamiento violento. Cada vez que aparecía alguno de ellos moría gente. Era una regla tan exacta como que durante el día era el único momento en el que las calles eran mínimamente seguras.
Algún día la policía estaría preparada para hacer frente a la amenaza, pero ese momento no había llegado todavía. Afortunadamente, mientras la policía buscaba nuevos líderes, estaban ellos para encargarse del problema. La policía no servía, hacían falta soldados entrenados. Pero sacar el ejército a las calles no era una buena idea, asustaba más a la gente. Para eso los seleccionaron a ellos. Los mejores soldados del país, entrenados especialmente para enfrentarse a los aumentados y tener posibilidades de salir con vida. Habían formado una unidad especial dentro de la policía y se encargaban de coordinar las operaciones que involucraban a los aumentados. Los mejores líderes, científicos, estrategas, médicos y soldados, todos reunidos bajo la misma bandera, luchando por mantener el orden en las calles y encontrar respuestas para la gran pregunta. ¿Cómo había empezado todo aquello?

Un sonido a sus espaldas le advirtió del inminente ataque. Lo estaba esperando. Su olfato desarrollado le había advertido del peligro hace tiempo. Disimuladamente se llevó la mano a la empuñadura de la espada. Era la una de la mañana. 
Esa noche iba a ser muy larga.

***

Como siempre, espero que os haya gustado.
En realidad la escena era un poquito más larga, pero no me gusta hacer las entradas demasiado extensas. Mi objetivo es que no quiero que lleve más de cinco o seis minutos el leerlas.
A lo mejor algún día subo el resto :)
¡Nos vemos el viernes! ;)


lunes, 22 de agosto de 2016

30 escenas - 5

¡Hola de nuevo y feliz lunes!
La escena de hoy está ambientada en la Edad Media, y es una especie de continuación de la que subí la semana pasada a la que titulé "No puedo moverme".
Me pareció interesante la idea del soldado cargando con la niña y decidí reproducir la escena desde el punto de vista de este soldado y así poder profundizar un poquito más en la historia de esta misteriosa niña.

***
¿Dónde está la niña?
Los guijarros del camino se le clavaban en los pies y el peso de la niña no ayudaba en nada. El sol del mediodía parecía reírse de él en lo alto del cielo. El sudor le resbalaba por el cuello copiosamente y la cota de malla se le pegaba al cuerpo. Afortunadamente el carro avanzaba muy despacio y no se veía obligado a mantener un paso rápido. El pelo, crecido sin control, se le caía sobre la frente y los ojos a causa del sudor produciéndole un desagradable picor. Aquella mañana hasta la barba le molestaba.
Un dolor punzante le hizo volver a fijarse en el camino. Una piedra del camino se le había clavado en la planta del pie, causándole otra herida. La pierna le falló y casi se cae con la niña al suelo. Lo único que recibió de sus compañeros fue un empujón apremiante.
-Deberías haber abandonado a la niña- le dijo uno en un arrebato de compasión antes de empujarlo para que continuase.
Decidió seguir avanzando con la mirada puesta en el suelo, así evitaría pisar otra piedra y no tendría que mirar a la cara a esos cerdos con los que le había tocado compartir el viaje. La niña se movió en sueños en su espalda. Suspiró. Tal vez tuviesen razón.
En ese momento pasó el capitán a su lado montado en su caballo. Lo miró de reojo, pero no dijo nada.
La niña, ajena a todo aquello, dormía sujeta a la espalda del soldado. La había encontrado medio desnuda entre los restos de una aldea. Los salvajes la habían desolado, algo cada vez más común en aquellas tierras olvidadas por el rey. No había más supervivientes. Todos los demás aldeanos habían ardido en una pira en lo que en su día fue la plaza del pueblo. Seguramente la chiquilla habría escuchado sus gritos mientras permanecía escondida. Cuando la descubrieron entre los escombros de un edificio mordió a un hombre como si fuese un animal salvaje. El general ordenó que la abandonasen allí justo antes de que el mismo hombre al que había mordido estuviese a punto de cortarle el cuello. En cuanto la soltaron intentó correr de nuevo hacia los escombros pero otro hombre se interpuso en su camino con intención de asustarla. Él fue el único soldado que intentó defenderla. La cogió y la llevó de nuevo a los escombros de su escondite. Pero en cuanto sus manos entraron en contacto, sucedió.
Llevaba mucho tiempo sin ocurrirle. Creía que había conseguido dejarlo atrás después de unirse al ejército, pero en aquel momento descubrió que no era así. En cuanto tocó su carne, el destino y la vida le contaron su destino. La niña moriría esa misma noche, unos lobos entrarían en el pueblo atraídos por el olor de los muertos, rastrearían su escondite y… no quería pensarlo.
Por eso decidió suplicarle al general que dejase que él se encargase de llevarla a la próxima ciudad, donde estaría más segura. Pese a la extrañada mirada que le echó, el general accedió siempre que eso no retrasase la marcha de la caravana. Así lo prometió él. Compartiría su comida con la niña y se encargaría personalmente de que no fuese un peso para el grupo.
Esa noche no durmió, aunque el ejército dejó las ruinas de la aldea muy atrás antes de acampar, temiendo un inminente ataque de los lobos. Cada ruido entre los árboles lo alertaba y no confiaba en el vigía. Pero a la mañana siguiente la niña permaneció con vida. ¿Había sido capaz de echarle un pulso al destino y salir victorioso?
Desde entonces viajaba con la niña a sus espaldas. Envuelta en su manta de viaje, dormía casi todo el tiempo y en ningún momento le había dirigido la palabra a nadie, ni siquiera a él que era el que le daba algo de comer por las noches. La niña no abría la boca para nada que no fuese beber agua o tomarse el pedazo de pan seco que le ofrecía el soldado como comida. Y así habían transcurrido ya dos días.
Por fin esa noche llegarían a la orilla del río, donde las temperaturas serían mucho más soportables.
Pero no fue así. De manera inexplicable, el capitán decidió reducir la marcha y buscar un lugar donde acampar en los bordes del camino real. Nadie hizo preguntas. Esa noche la niña despertó antes de la cena y se le quedó mirando envuelta en su capa de viaje mientras él ayudaba a montar el campamento. Durante la cena no hablaron, se limitaron a comer. Mientras él miraba pensativo el camino, la niña miraba con curiosidad las estrellas. Luego, volvió a acurrucarse y finalmente se durmió.
El soldado hizo lo mismo sobre la hierba. Una corriente de aire le revolvió el pelo y le trajo el olor del bosque. Demonios, la niña tenía su capa de viaje. Esa noche iba a pasar frío.
Se recostó como pudo sobre la hierba, teniendo cuidado de dónde ponía sus pies llenos de heridas, y evitó pensar cómo estaría si no se le hubiese ocurrido la absurda idea de cuidar de la niña antes de dormirse.
Lo despertó un ruido seco. Ya era de día, a juzgar por los rayos de luz que se colaban entre los árboles. El aire era cálido y bastante húmedo, muy diferente al que respiraba la noche anterior. ¿Por qué nadie se había levantado si ya era casi medio día? Notó cosquillas en los pies. Había musgo por todas partes ¿De dónde había salido tanta vegetación? ¿No habían acampado en un claro cerca del bosque? Miró a su alrededor. Todos los guerreros seguían durmiendo, pero no había ni rastro de la tienda del capitán ni de la del jefe de la caravana. Curiosamente el carro seguía estando con ellos. Se levantó angustiado. ¿Dónde estaban?
Cuando lo hizo notó cómo algo se le escurría por los hombros. Era su capa de viaje, alguien lo había tapado con ella durante la noche. Eso le recordó algo mucho más importante que su capitán.
-¿Dónde está la niña?- se sorprendió diciendo en voz alta. ¿Había angustia en su voz?
No obtuvo respuesta.

***

Espero que os haya gustado.
¡Nos vemos el miércoles! ;)


Fotos obtenidas de Pinterest

domingo, 21 de agosto de 2016

30 escenas - 4

¡Feliz domingo a todos!
Hoy os traigo una entrada adicional. Se trata de una escena que se me ocurrió usando uno de los ejercicios que propone la página web literautas que ya os he recomendado en varias ocasiones. Se trata de un ejercicio super interesante que consiste en elegir un tema del que hablar (ej. amor, odio, amistad, juventud, etc.) y luego, a partir de lo que ese tema te sugiera, escribir una lista de unas cuantas palabras.
Yo elegí las siguientes: 
Envidia – Odio, compañeros, trabajo, puesto, investigación, dolor, tristeza, sangre, rabia, admiración.
Y debo reconocer que en las últimas hice un poco de trampas porque, aunque está relacionadas con el tema, ya se me estaba ocurriendo una escena y sabía que las iba a poder encajar bien. En el texto las he marcado con negrita, subrayado y cursiva.
Y ya me callo y os dejo con la escena.
***
Tormenta 
La lluvia y los truenos sacudían la ciudad como gigantes rabiosos.
Los truenos hacían retumbar los cristales de los enormes rascacielos haciendo llorar a los más pequeños. Los rayos iluminaban las oscuras calles con fogonazos de luz blanca, como si Dios por fin decidiese hacer justicia en esta maldita ciudad. Las calles estaban vacías. Nadie estaba tan loco como para salir con aquel tiempo horrible.
O al menos eso debieron pensar los porteros del edificio de oficinas más grande de la ciudad cuando dejaron su puesto unos minutos para ir a buscar un chocolate caliente. John no dudó ni un segundo en aprovechar la oportunidad para colarse en el edificio en el que hace unas horas trabajaba. Afortunadamente para él los pasillos que llevaban a los gigantescos ascensores estaban despejados. No se encontró con ningún rostro conocido. “De todas formas, ¿qué más daba?” se preguntó mientras presionaba el botón de la azotea. Ninguno de sus compañeros lo hubiese reconocido con esas pintas. Y, si lo hubiese hecho, no se habría dignado a dirigirse a él.
Su traje, hace menos de dos horas un caro conjunto de chaqueta y pantalones negros adornado con una corbata de color gris y una camisa blanca, no era más que un amasijo de tela mojada por la lluvia y el barro de la ciudad en aquella tarde de lluvia que se le pegaba demasiado a la piel. Aquel maldito frío se colaba hasta los huesos. Su pelo estaba enmarañado y tenía mechones pegados en la frente a casusa del agua que todavía le goteaba por el cuello y por la ropa. Suspiró mientras miraba cambiar el número que indicaba la planta. Notó cómo se le clavaban las patillas de las gafas rotas a través del bolsillo de la chaqueta. Justo entre las costillas. Se le escapó una risa ahogada. Qué ironía que esa misma mañana le hubiesen asestado una puñalada, probablemente más dolorosa que una entre las costillas.
Aquel día no debía haber sido así. Esa misma mañana era el hombre más afortunado de toda la ciudad y ahora no era más que un montón de mierda. Por fin le iban a dar el puesto que tanto merecía. ¡El señor Robert sabía lo bien que él había trabajado los últimos diez años! ¿Por qué había decidido hacerle eso? Se habían aliado todos para hacerle daño a él. ¡A él, que todo lo había dado por el equipo de investigación! Noches sin dormir, días sin pasarse por casa para ver a Rosa y a los niños. Si no se podía cenar, no se cenaba. Pero el trabajo quedaba terminado. ¡Siempre, maldita sea! ¡Siempre! Ni un día de retraso en una entrega. ¡En diez años! ¿Por qué coño no le habían dado el puesto a él?
Un trueno lo asustó. Casi se calló al suelo del ascensor cuando el aparato se detuvo en seco. ¿Qué había sido eso? ¿Iba a morir allí dentro esa noche? Cuando se abrieron las puertas entendió que no se trataba de un trueno, sino del sonido del ascensor al llegar a su destino.
Las paredes blancas reflejaban la luz amarillenta de bajo consumo que pendía del techo. Para ser uno de los laboratorios más prestigiosos de la ciudad, cuidaban bastante poco el aspecto de la azotea. Otra prueba más de que todo en aquella maldita empresa era una apestosa mentira. Tambaleante se acercó a la puerta que daba a la terraza. Afortunadamente nadie se había molestado en muchos años en cerrarla con llave.
Fuera el viento era muy fuerte. Tanto que le costó abrir la puerta. Casi se resbaló al pisar el suelo mojado por la lluvia, que amenazaba con inundar la ciudad. Ojalá eso ocurriese. Ojalá el agua los matase a todos. Avanzó a través de la tormenta como un navío desesperado que intenta sobrevivir a las peligrosas fauces de un mar hambriento y se apoyó en la barandilla. El espectáculo era hermoso.
Sobre la ciudad caían cortinas de agua agitadas por el viento. Los rayos iluminaban los cristales de los rascacielos cada pocos segundos. Tenían la tormenta justo encima. Le parecía que el agua caía con tanta fuerza que zarandeaba el edificio. ¿O eso era él? No podía saberlo.
Los recuerdos de esa mañana volvieron a su cabeza como espíritus traviesos que no hacían más que atormentarle. La lluvia arreciaba con más fuerza. Ese maldito había ocupado su puesto. Un puesto por el que había luchado más de diez años sin descanso. Y todo porque era el hijo del jefe. Un estudiante prácticamente recién salido de la universidad. ¿A quién le importaban todos esos títulos y falsos logros? ¡Él tenía muchos más años de experiencia! Notó un dolor agudo en las manos. Estaba apretando con tanta fuerza los puños que se había hecho sangre. Notaba cómo le ardían y el escozor que le producía el agua de lluvia al caer sobre la herida era realmente desagradable. ¿Serían esas heridas también la causa de ese dolor que sentía en el pecho?
Sus lágrimas se mezclaron con la lluvia.
Él admiraba a Robert. Desde que era estudiante había seguido su investigación y, cuando por fin pudo entrar a trabajar en su equipo, no pudo creérselo. Que alegría sintió el día en el que por fin entró en el laboratorio. Siempre había estado dispuesto a darlo todo por él. Había trabajado tan duro…
Otra vez el dolor en el pecho. ¿Estaría sangrando también su corazón?
Cómo los odiaba a todos. ¡Morid de una vez! ¡Dejadme en paz!
¿Esa voz que gritaba era la suya? No podía ser, sólo lo había pensado. ¿O no? Notaba la lluvia resbalar por su cara. Un rayo rasgó el cielo y un trueno hizo que le doliesen los oídos. Los odiaba a todos, a todos, a todos. Los nudillos le sangraban de tanto golpear la pared del murete. ¿Cuándo se había caído? No lo recordaba. Se puso de pie y siguió observando la tormenta. Le dolían las piernas.
Abajo, como hormigas, los coches y las personas correteaban intentando ponerse a salvo de la tormenta. Imbéciles. Ojalá el agua se llevase la maldita ciudad y los ahogase a todos. Él era el único fuerte, el que sabía lo que había que hacer y cómo debía hacerse. El debía ser el líder del equipo y no ese mocoso. Ojalá se muriese, ojalá…
Más lágrimas. Apretó los puños con más fuerza, olvidándose de las sangrantes heridas. Sus diablillos le habían dicho que sólo sentía odio. Pero, ¿si era odio lo que había en su corazón, por qué sólo notaba esa profunda tristeza?
¿Eso eran lágrimas o sólo gotas de lluvia? Se sonó la enrojecida nariz. No sabría decirlo.
Sentía rabia por lo sucedido. Sentía odio hacia sus compañeros que no lo habían apoyado. Se sentía traicionado por Robert. Pero, sobre todo, reconoció entre sollozos, sentía envidia del chico. Recién salido de la universidad y ya se había ganado el respeto de todos. Ojalá él hubiese podido hacer lo mismo. Menuda suerte, aunque todos esos títulos no se ganaban sólo por un golpe de azar…
La lluvia seguía cayendo sobre la ciudad, como si lo acompañase en su llanto. Parecía ser la única que comprendía su pena. Otro trueno sacudió el edificio. Permaneció en el mismo sitio, bajo la lluvia. El viento le revolvía el pelo y hacía que el traje se le pegase más a los huesos. Tiritaba. Le daba igual.
¿Envidia? Al final todo parecía resumirse en eso. Simple envidia. En el fondo no había odio ni pena, sólo envidia. Envidia a un chico que era mucho menor que él y que todavía no había pasado ni un día en el trabajo. Envidia de alguien que no había vivido todavía todos esos buenos momentos en el laboratorio. La investigación era su vida. Se le escapó otra risita.
De repente se sentía mucho mejor. Tal vez todavía llegase a tiempo para romper la carta de despedida que había dejado encima de su mesa del laboratorio a la mañana siguiente cuando volviesen a abrir. Inspiró fuertemente. Olor a lluvia. La ciudad estaba empapada. Dejó que el aire escapase de sus pulmones poco a poco y se apoyó en la barandilla mientras observaba la lluvia caer sobre las calles.
La tormenta siguió durante toda la noche, pero terminó amainando al amanecer.
***
 Ésta es un poquito más larga, pero me gustó la historia del hombre que se sentía traicionado y me lo estaba pasando muy bien dándole vida a la tormenta.
Espero que os haya gustado y nos vemos la semana que viene con más.
Y a ver si llueve un poco por aquí (aunque no necesariamente tan fuerte como en el relato).
;)

Fotos obtenidas de Pinterest