¡Feliz domingo a todos!
Hoy os traigo una entrada adicional. Se trata de una escena que se me ocurrió usando uno de los ejercicios que propone la página web literautas que ya os he recomendado en varias ocasiones. Se trata de un ejercicio super interesante que consiste en elegir un tema del que hablar (ej. amor, odio, amistad, juventud, etc.) y luego, a partir de lo que ese tema te sugiera, escribir una lista de unas cuantas palabras.
Yo elegí las siguientes:
Envidia – Odio, compañeros, trabajo, puesto, investigación, dolor, tristeza, sangre, rabia, admiración.
Y debo reconocer que en las últimas hice un poco de trampas porque, aunque está relacionadas con el tema, ya se me estaba ocurriendo una escena y sabía que las iba a poder encajar bien. En el texto las he marcado con negrita, subrayado y cursiva.
Y ya me callo y os dejo con la escena.
***
Tormenta
La lluvia y los truenos sacudían
la ciudad como gigantes rabiosos.
Los truenos hacían retumbar los
cristales de los enormes rascacielos haciendo llorar a los más pequeños. Los
rayos iluminaban las oscuras calles con fogonazos de luz blanca, como si Dios
por fin decidiese hacer justicia en esta maldita ciudad. Las calles estaban
vacías. Nadie estaba tan loco como para salir con aquel tiempo horrible.
O al menos eso debieron pensar
los porteros del edificio de oficinas más grande de la ciudad cuando dejaron su
puesto unos minutos para ir a buscar un chocolate caliente. John no dudó ni un
segundo en aprovechar la oportunidad para colarse en el edificio en el que hace
unas horas trabajaba.
Afortunadamente para él los pasillos que llevaban a los gigantescos ascensores
estaban despejados. No se encontró con ningún rostro conocido. “De todas
formas, ¿qué más daba?” se preguntó mientras presionaba el botón de la azotea. Ninguno
de sus compañeros lo
hubiese reconocido con esas pintas. Y, si lo hubiese hecho, no se habría
dignado a dirigirse a él.
Su traje, hace menos de dos horas
un caro conjunto de chaqueta y pantalones negros adornado con una corbata de
color gris y una camisa blanca, no era más que un amasijo de tela mojada por la
lluvia y el barro de la ciudad en aquella tarde de lluvia que se le pegaba
demasiado a la piel. Aquel maldito frío se colaba hasta los huesos. Su pelo
estaba enmarañado y tenía mechones pegados en la frente a casusa del agua que
todavía le goteaba por el cuello y por la ropa. Suspiró mientras miraba cambiar
el número que indicaba la planta. Notó cómo se le clavaban las patillas de las
gafas rotas a través del bolsillo de la chaqueta. Justo entre las costillas. Se
le escapó una risa ahogada. Qué ironía que esa misma mañana le hubiesen
asestado una puñalada, probablemente más dolorosa que una entre las costillas.
Aquel día no debía haber sido
así. Esa misma mañana era el hombre más afortunado de toda la ciudad y ahora no
era más que un montón de mierda. Por fin le iban a dar el puesto que tanto
merecía. ¡El señor Robert sabía lo bien que él había trabajado los últimos diez
años! ¿Por qué había decidido hacerle eso? Se habían aliado todos para hacerle
daño a él. ¡A él, que todo lo había dado por el equipo de investigación! Noches sin
dormir, días sin pasarse por casa para ver a Rosa y a los niños. Si no se podía
cenar, no se cenaba. Pero el trabajo quedaba terminado. ¡Siempre, maldita sea!
¡Siempre! Ni un día de retraso en una entrega. ¡En diez años! ¿Por qué coño no
le habían dado el puesto a él?
Un trueno lo asustó. Casi se
calló al suelo del ascensor cuando el aparato se detuvo en seco. ¿Qué había
sido eso? ¿Iba a morir allí dentro esa noche? Cuando se abrieron las puertas
entendió que no se trataba de un trueno, sino del sonido del ascensor al llegar
a su destino.
Las paredes blancas reflejaban la
luz amarillenta de bajo consumo que pendía del techo. Para ser uno de los
laboratorios más prestigiosos de la ciudad, cuidaban bastante poco el aspecto
de la azotea. Otra prueba más de que todo en aquella maldita empresa era una
apestosa mentira. Tambaleante se acercó a la puerta que daba a la terraza.
Afortunadamente nadie se había molestado en muchos años en cerrarla con llave.
Fuera el viento era muy fuerte.
Tanto que le costó abrir la puerta. Casi se resbaló al pisar el suelo mojado
por la lluvia, que amenazaba con inundar la ciudad. Ojalá eso ocurriese. Ojalá
el agua los matase a todos. Avanzó a través de la tormenta como un navío
desesperado que intenta sobrevivir a las peligrosas fauces de un mar hambriento
y se apoyó en la barandilla. El espectáculo era hermoso.
Sobre la ciudad caían cortinas de
agua agitadas por el viento. Los rayos iluminaban los cristales de los
rascacielos cada pocos segundos. Tenían la tormenta justo encima. Le parecía
que el agua caía con tanta fuerza que zarandeaba el edificio. ¿O eso era él? No
podía saberlo.
Los recuerdos de esa mañana
volvieron a su cabeza como espíritus traviesos que no hacían más que
atormentarle. La lluvia arreciaba con más fuerza. Ese maldito había ocupado su
puesto. Un puesto por el que había luchado más de diez años sin descanso. Y
todo porque era el hijo del jefe. Un estudiante prácticamente recién salido de
la universidad. ¿A quién le importaban todos esos títulos y falsos logros? ¡Él
tenía muchos más años de experiencia! Notó un dolor agudo en las manos. Estaba
apretando con tanta fuerza los puños que se había hecho sangre. Notaba cómo le ardían y el escozor que
le producía el agua de lluvia al caer sobre la herida era realmente
desagradable. ¿Serían esas heridas también la causa de ese dolor que sentía en el pecho?
Sus lágrimas se mezclaron con la
lluvia.
Él admiraba a Robert. Desde que era estudiante había
seguido su investigación y, cuando por fin pudo entrar a trabajar en su equipo,
no pudo creérselo. Que alegría sintió el día en el que por fin entró en el
laboratorio. Siempre había estado dispuesto a darlo todo por él. Había
trabajado tan duro…
Otra vez el dolor en el pecho.
¿Estaría sangrando también su corazón?
Cómo los odiaba a todos. ¡Morid
de una vez! ¡Dejadme en paz!
¿Esa voz que gritaba era la suya?
No podía ser, sólo lo había pensado. ¿O no? Notaba la lluvia resbalar por su
cara. Un rayo rasgó el cielo y un trueno hizo que le doliesen los oídos. Los
odiaba a todos, a todos, a todos. Los nudillos le sangraban de tanto golpear la
pared del murete. ¿Cuándo se había caído? No lo recordaba. Se puso de pie y
siguió observando la tormenta. Le dolían las piernas.
Abajo, como hormigas, los coches
y las personas correteaban intentando ponerse a salvo de la tormenta.
Imbéciles. Ojalá el agua se llevase la maldita ciudad y los ahogase a todos. Él
era el único fuerte, el que sabía lo que había que hacer y cómo debía hacerse.
El debía ser el líder del equipo y no ese mocoso. Ojalá se muriese, ojalá…
Más lágrimas. Apretó los puños
con más fuerza, olvidándose de las sangrantes heridas. Sus diablillos le habían
dicho que sólo sentía odio. Pero, ¿si era odio lo que había en su corazón, por
qué sólo notaba esa profunda tristeza?
¿Eso eran lágrimas o sólo gotas
de lluvia? Se sonó la enrojecida nariz. No sabría decirlo.
Sentía rabia por lo sucedido. Sentía odio hacia sus
compañeros que no lo habían apoyado. Se sentía traicionado por Robert. Pero,
sobre todo, reconoció entre sollozos, sentía envidia del chico. Recién salido
de la universidad y ya se había ganado el respeto de todos. Ojalá él hubiese
podido hacer lo mismo. Menuda suerte, aunque todos esos títulos no se ganaban
sólo por un golpe de azar…
La lluvia seguía cayendo sobre la
ciudad, como si lo acompañase en su llanto. Parecía ser la única que comprendía
su pena. Otro trueno sacudió el edificio. Permaneció en el mismo sitio, bajo la
lluvia. El viento le revolvía el pelo y hacía que el traje se le pegase más a
los huesos. Tiritaba. Le daba igual.
¿Envidia? Al final todo parecía
resumirse en eso. Simple envidia. En el fondo no había odio ni pena, sólo
envidia. Envidia a un chico que era mucho menor que él y que todavía no había
pasado ni un día en el trabajo. Envidia de alguien que no había vivido todavía
todos esos buenos momentos en el laboratorio. La investigación era su vida. Se
le escapó otra risita.
De repente se sentía mucho mejor.
Tal vez todavía llegase a tiempo para romper la carta de despedida que había
dejado encima de su mesa del laboratorio a la mañana siguiente cuando volviesen
a abrir. Inspiró fuertemente. Olor a lluvia. La ciudad estaba empapada. Dejó
que el aire escapase de sus pulmones poco a poco y se apoyó en la barandilla
mientras observaba la lluvia caer sobre las calles.
La tormenta siguió durante toda
la noche, pero terminó amainando al amanecer.
***
Ésta es un poquito más larga, pero me gustó la historia del hombre que se sentía traicionado y me lo estaba pasando muy bien dándole vida a la tormenta.
Espero que os haya gustado y nos vemos la semana que viene con más.
Y a ver si llueve un poco por aquí (aunque no necesariamente tan fuerte como en el relato).
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