viernes, 26 de agosto de 2016

30 escenas - 7

¡Hola  a todos!
En esta mañana de viernes os traigo una entrada muy especial. Igual que la escena anterior estaba inspirada en una canción, esta está inspirada en una película. Entended que inspirada no es lo mismo que basada en ;)
Y es que el otro día vi una película de Disney detrás de la que llevaba mucho tiempo. Se trata de Brave, una película que narra la historia de una princesa que se revela contra las costumbres impuestas y que no quiere casarse cuando lo dictan los códigos. Pero lo más importante de la película no es tanto eso como la relación que la protagonista guarda con su madre, que representa la autoridad dentro del castillo. Dos personalidades muy dispares que deben convivir como madre e hija y que tendrán que habituarse la una a la otra antes de que un antiguo mal destruya por completo sus vidas.
Es obvio que la película me gustó muchísimo. Ya he dicho varias veces que los paisajes y la música medieval me encanta, así que esta película inspiró la escena que protagoniza esta entrada.
¡Espero que os guste!

***

La labor del druida
La cabaña del druida era un lugar lleno de secretos. Para muchos estaba prohibido el acceso y para otros se reducía a ocasiones tan especiales como esporádicas. Pero, para todos sin excepción, era inaccesible sin el consentimiento del sabio druida.
El reino cambiaba con los años. Un rey sucedía a otro, las princesas se casaban para convertirse en reinas y luego envejecer y caer en el olvido junto con sus maridos. Los príncipes luchaban entre sí por suceder al rey y, cuando uno de ellos se hacía con el poder, el resto tenía que decidir entre huir o hacer las paces con el que ahora era iba a ser su señor. Como una colonia de hormigas, el reino crecía y expandía sus límites. Tuvo dirigentes nobles y justos, también tuvo monarcas cobardes y mentirosos, pero fueron los menos. Las reinas fueron sabias y hermosas. Los príncipes y princesas siguieron el ejemplo de sus padres en la mayoría de las ocasiones y, obviando alguna que otra revuelta y algunas malas cosechas, se podría decir que el reino y todos los que vivían en él eran felices y afortunados.
Mientras el reino crecía y crecía, la vida del bosque se mantenía como al principio de los tiempos. Los hombres respetaban la naturaleza y la naturaleza los respetaba a ellos. Y, cada año, el monarca se dirigía al corazón del mismo bosque para encontrarse a solas con el druida y tener largas e interesantes charlas sobre el curso de la vida y del mundo.
Y es que aunque la vida corriese en su constante frenesí alrededor de la casa de aquel anciano druida, no lo hacía para él. El druida había vivido en esas tierras desde que el mundo era mundo, mucho antes de que el primer rey se instalase en ellas. Y por eso las conocía mejor que nadie. Había quienes aseguraban que el anciano se comunicaba con la naturaleza y que ésta contestaba sus preguntas y velaba por su seguridad y por la del reino. Por eso el rey iba todos los años a hablar con él. Decían que el druida le contaba cómo se iba a presentar el año siguiente y le aconsejaba en sus decisiones. El resto del tiempo, el druida permanecía en el bosque a solas, y nadie, ni siquiera el rey, sabía bien a qué se dedicaba.
Había quienes decía que raptaba a los niños que se portaban mal, arrebatándoselos a sus madres sin atender a sus llantos, otros decían que reclutaba un ejército de animales salvajes con el que amenazaba al rey durante las reuniones y que el monarca temía que un día decidiese atacar las ciudades colindantes al bosque, por eso iba a verlo una vez al año. Pero los más ancianos, también los más sabios, aseguraban que el druida era alguien de corazón noble y puro. Alguien que ponía el bienestar del reino y de sus habitantes por delante del suyo propio. Decían que no dormía por las noches, que no descansaba por los días y que no celebraba las fiestas de mediado y fin de año con nadie más que con los animales del bosque. Dedicaba su vida eterna a velar por todos ellos y, por eso, el rey le estaba eternamente agradecido.
En realidad, por mucho que se hablase, en el fondo nadie sabía a ciencia cierta a qué se dedicaba aquel anciano que habitaba el bosque. Pero si pudiesen ver su cabaña no les quedaría el menos resquicio de duda de quién decía la verdad y quién mentía.
La cabaña del druida estaba construida aprovechando las gruesas raíces de un árbol milenario que llevaba en aquel bosque mucho más que él y, por supuesto, que el reino. Igual que el pueblo lo respetaba a él por su conocimiento, él respetaba aquellos árboles por el suyo. Habían visto todavía más vida que él y, por tanto, sabían más de ésta que él mismo.
Toda clase de musgos y de hierbas tapizaban las paredes de su cabaña construida con piedras y maderas de una época muy lejana. Sólo tenía una puerta, de madera también, llena de misteriosos y hermosos símbolos que sólo él entendía. A ambos lados y en sorprendente simetría había dos pequeñas ventanas cubiertas únicamente por una cortina que permanecía descorrida por el día y por la noche hasta que la luz de la cabaña se apagaba.
Pero el verdadero espectáculo se encontraba dentro de la cabaña. El suelo estaba hecho de piedra y, al contrario que ocurría en el exterior, la hierba no cubría la gruesa madera de las paredes. Un fuego en el centro de la sala alumbraba la estancia con cálidos resplandores anaranjados.
Las sombras producidas por el fuego jugaban a esconderse entre los objetos que poblaban las estanterías. Frascos, urnas, cofrecillos, sacos y bidones con todo tipo de contenido se podían encontrar en cada esquina, en cada rincón y en definitiva, allá donde tus ojos se posasen dentro de aquella estancia. Hierbas, especias, curiosas conchas, esqueletos de animales hace tiempo extinguidos, aguas de todos los rincones del mundo, caparazones de insectos salidos de los cuentos y leyendas que las ancianas contaban a los niños… en definitiva, toda clase de objetos salidos aparentemente de exóticos mundos de fantasía, aunque el druida no había tenido que buscar en ningún cuento para encontrarlos. Todas estas cosas y muchas más ocupaban cada metro cuadrado de la cabaña guardando un meticuloso orden que sólo el propio druida podía entender. Entrar en aquel sitio era como echar una mirada al mundo, ver las diferentes culturas, oler los olores de todas las plantas, disfrutar del sabor de las más curiosas especias sin tener que llegar a probarlas, ver a todos los dioses reunidos bajo un mismo techo, a todos los animales y a todas las gentes.
Era como ver un pedazo de Vida en su estado más puro.
Esa cabaña no podía pertenecer a alguien de corazón oscuro. Pero, pese a ver todas aquellas maravillas, puede que todavía quedase por responder a la pregunta que muchos se hacían. ¿A qué se dedicaba el druida durante todo el año?
En ese momento el anciano estaba meditando junto al fuego mientras disfrutaba del olor de unas plantas que se estaban mezclando con otros ingredientes en una cazuela. Justo en ese instante notó algo. Una llamada, a kilómetros de allí. En otro reino. Algunos que desconocían los caminos y la inmensidad del planeta dirían que esa llamada venía de otro mundo. El anciano se levantó y salió de la cabaña ayudado de su bastón cubierto de runas.
El sol de la tarde se colaba entre las hojas de los árboles iluminando la escena. Quién sabe qué notaría. Un olor, una llamada, un extraño ruido o una perturbación en la naturaleza… en definitiva, una llamada más allá de los límites del reino.
Puede que ni él lo supiese. Tampoco le importaba. En algún lejano lugar, alguien necesitaba su ayuda.

Y, sin dudarlo, llamó a la naturaleza. Al viento de las montañas, a los susurros del bosque, a las corrientes del cielo que los pájaros usaban para volar y al viento del desierto. Y, mezclado con los vientos, desapareció para fundirse con la naturaleza y comenzar otro de sus viajes más allá de las praderas, de las ciudades y de los pueblos, de las montañas, del mar y quién sabe si más allá del cielo y las estrellas.

***

¡Nos vemos la semana que viene! ;)

Fotos obtenidas de Pinterest

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