¡Hola a todos!
En esta mañana de viernes os traigo una entrada muy especial. Igual que la escena anterior estaba inspirada en una canción, esta está inspirada en una película. Entended que inspirada no es lo mismo que basada en ;)
Y es que el otro día vi una película de Disney detrás de la que llevaba mucho tiempo. Se trata de Brave, una película que narra la historia de una princesa que se revela contra las costumbres impuestas y que no quiere casarse cuando lo dictan los códigos. Pero lo más importante de la película no es tanto eso como la relación que la protagonista guarda con su madre, que representa la autoridad dentro del castillo. Dos personalidades muy dispares que deben convivir como madre e hija y que tendrán que habituarse la una a la otra antes de que un antiguo mal destruya por completo sus vidas.
Es obvio que la película me gustó muchísimo. Ya he dicho varias veces que los paisajes y la música medieval me encanta, así que esta película inspiró la escena que protagoniza esta entrada.
¡Espero que os guste!
***
La labor del
druida
La cabaña del druida era un lugar
lleno de secretos. Para muchos estaba prohibido el acceso y para otros se
reducía a ocasiones tan especiales como esporádicas. Pero, para todos sin
excepción, era inaccesible sin el consentimiento del sabio druida.
El reino cambiaba con los años.
Un rey sucedía a otro, las princesas se casaban para convertirse en reinas y
luego envejecer y caer en el olvido junto con sus maridos. Los príncipes
luchaban entre sí por suceder al rey y, cuando uno de ellos se hacía con el
poder, el resto tenía que decidir entre huir o hacer las paces con el que ahora
era iba a ser su señor. Como una colonia de hormigas, el reino crecía y
expandía sus límites. Tuvo dirigentes nobles y justos, también tuvo monarcas
cobardes y mentirosos, pero fueron los menos. Las reinas fueron sabias y
hermosas. Los príncipes y princesas siguieron el ejemplo de sus padres en la
mayoría de las ocasiones y, obviando alguna que otra revuelta y algunas malas
cosechas, se podría decir que el reino y todos los que vivían en él eran felices
y afortunados.
Mientras el reino crecía y
crecía, la vida del bosque se mantenía como al principio de los tiempos. Los
hombres respetaban la naturaleza y la naturaleza los respetaba a ellos. Y, cada
año, el monarca se dirigía al corazón del mismo bosque para encontrarse a solas
con el druida y tener largas e interesantes charlas sobre el curso de la vida y
del mundo.
Y es que aunque la vida corriese en
su constante frenesí alrededor de la casa de aquel anciano druida, no lo hacía
para él. El druida había vivido en esas tierras desde que el mundo era mundo,
mucho antes de que el primer rey se instalase en ellas. Y por eso las conocía
mejor que nadie. Había quienes aseguraban que el anciano se comunicaba con la
naturaleza y que ésta contestaba sus preguntas y velaba por su seguridad y por
la del reino. Por eso el rey iba todos los años a hablar con él. Decían que el druida
le contaba cómo se iba a presentar el año siguiente y le aconsejaba en sus decisiones.
El resto del tiempo, el druida permanecía en el bosque a solas, y nadie, ni siquiera
el rey, sabía bien a qué se dedicaba.
Había quienes decía que raptaba a
los niños que se portaban mal, arrebatándoselos a sus madres sin atender a sus
llantos, otros decían que reclutaba un ejército de animales salvajes con el que
amenazaba al rey durante las reuniones y que el monarca temía que un día
decidiese atacar las ciudades colindantes al bosque, por eso iba a verlo una vez
al año. Pero los más ancianos, también los más sabios, aseguraban que el druida
era alguien de corazón noble y puro. Alguien que ponía el bienestar del reino y
de sus habitantes por delante del suyo propio. Decían que no dormía por las
noches, que no descansaba por los días y que no celebraba las fiestas de
mediado y fin de año con nadie más que con los animales del bosque. Dedicaba su
vida eterna a velar por todos ellos y, por eso, el rey le estaba eternamente
agradecido.
En realidad, por mucho que se hablase,
en el fondo nadie sabía a ciencia cierta a qué se dedicaba aquel anciano que
habitaba el bosque. Pero si pudiesen ver su cabaña no les quedaría el menos
resquicio de duda de quién decía la verdad y quién mentía.
La cabaña del druida estaba
construida aprovechando las gruesas raíces de un árbol milenario que llevaba en
aquel bosque mucho más que él y, por supuesto, que el reino. Igual que el
pueblo lo respetaba a él por su conocimiento, él respetaba aquellos árboles por
el suyo. Habían visto todavía más vida que él y, por tanto, sabían más de ésta
que él mismo.
Toda clase de musgos y de hierbas
tapizaban las paredes de su cabaña construida con piedras y maderas de una
época muy lejana. Sólo tenía una puerta, de madera también, llena de
misteriosos y hermosos símbolos que sólo él entendía. A ambos lados y en
sorprendente simetría había dos pequeñas ventanas cubiertas únicamente por una
cortina que permanecía descorrida por el día y por la noche hasta que la luz de
la cabaña se apagaba.
Pero el verdadero espectáculo se
encontraba dentro de la cabaña. El suelo estaba hecho de piedra y, al contrario
que ocurría en el exterior, la hierba no cubría la gruesa madera de las
paredes. Un fuego en el centro de la sala alumbraba la estancia con cálidos resplandores
anaranjados.
Las sombras producidas por el
fuego jugaban a esconderse entre los objetos que poblaban las estanterías.
Frascos, urnas, cofrecillos, sacos y bidones con todo tipo de contenido se
podían encontrar en cada esquina, en cada rincón y en definitiva, allá donde
tus ojos se posasen dentro de aquella estancia. Hierbas, especias, curiosas
conchas, esqueletos de animales hace tiempo extinguidos, aguas de todos los
rincones del mundo, caparazones de insectos salidos de los cuentos y leyendas
que las ancianas contaban a los niños… en definitiva, toda clase de objetos
salidos aparentemente de exóticos mundos de fantasía, aunque el druida no había
tenido que buscar en ningún cuento para encontrarlos. Todas estas cosas y
muchas más ocupaban cada metro cuadrado de la cabaña guardando un meticuloso
orden que sólo el propio druida podía entender. Entrar en aquel sitio era como
echar una mirada al mundo, ver las diferentes culturas, oler los olores de
todas las plantas, disfrutar del sabor de las más curiosas especias sin tener
que llegar a probarlas, ver a todos los dioses reunidos bajo un mismo techo, a
todos los animales y a todas las gentes.
Era como ver un pedazo de Vida en
su estado más puro.
Esa cabaña no podía pertenecer a alguien
de corazón oscuro. Pero, pese a ver todas aquellas maravillas, puede que todavía
quedase por responder a la pregunta que muchos se hacían. ¿A qué se dedicaba el
druida durante todo el año?
En ese momento el anciano estaba
meditando junto al fuego mientras disfrutaba del olor de unas plantas que se
estaban mezclando con otros ingredientes en una cazuela. Justo en ese instante
notó algo. Una llamada, a kilómetros de allí. En otro reino. Algunos que
desconocían los caminos y la inmensidad del planeta dirían que esa llamada
venía de otro mundo. El anciano se levantó y salió de la cabaña ayudado de su
bastón cubierto de runas.
El sol de la tarde se colaba
entre las hojas de los árboles iluminando la escena. Quién sabe qué notaría. Un
olor, una llamada, un extraño ruido o una perturbación en la naturaleza… en
definitiva, una llamada más allá de los límites del reino.
Puede que ni él lo supiese. Tampoco
le importaba. En algún lejano lugar, alguien necesitaba su ayuda.
Y, sin dudarlo, llamó a la
naturaleza. Al viento de las montañas, a los susurros del bosque, a las
corrientes del cielo que los pájaros usaban para volar y al viento del desierto.
Y, mezclado con los vientos, desapareció para fundirse con la naturaleza y
comenzar otro de sus viajes más allá de las praderas, de las ciudades y de los pueblos,
de las montañas, del mar y quién sabe si más allá del cielo y las estrellas.
***
¡Nos vemos la semana que viene! ;)
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Fotos obtenidas de Pinterest |
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